sábado, 5 de agosto de 2017

la columna

Si hay un oficio que me hubiese gustado ejercer es el de columnista. Eso sí, ya puesta a soñar, de un diario local, dirigido a unos sabios parroquianos con un único afán: saber con que les va a deleitar, amargar o causar indiferencia la opinante mayor de la villa (recuerdo, a raíz de estas últimas palabras, que estoy en un sueño de elevadas pretensiones).

Tarea difícil si no tienes ese olfato de pasivo oyente espectador. Porque escribir de lo cotidiano, hacer atractivo la inquietud más trivial de los comunes y seducir al lector con la mayor naturalidad, lo consiguen unos pocos (entre ellos las que sueñan en ser columnistas) aparte de ser unos valientes.

Valientes porque, seamos sinceros, la mass media está en otros derroteros y escribir de algo fuera de lo que marca "la actualidad", es un aire fresco dentro de tanta podredumbre columna y de una genialidad que no todos los opinantes disfrutan. Que te paguen y tengas libertad de "cátedra columnal" es, bien porque eres muy afín al medio de comunicación bien porque eres de una condición cuasi-única.

Tras el sueño despiertas a la realidad: columnas adoración, columnas predecibles, columnas infumables. A punto de cerrar el periódico, aparece ese columnista "descarriado" de la "realidad inmediata"; escribiendo de lo que le importa a la "minoría", donde te saca risas o carcajadas e incluso aprendes. Te enseña a que, entre líneas, la vida es más que la "actualidad mass media", es tu presente.

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